Quien de verdad ama ve, por decirlo así, a través del “ropaje” físico y psíquico de la persona espiritual, para poner los ojos en esta persona.

Lo peculiar e irrepetible

El amor es un fenómeno específicamente humano, es un acto que caracteriza como humana a la existencia del ser humano; en otras palabras, es un acto existencial.

El amor se caracteriza por su “carácter de encuentro” y el encuentro significa siempre que se trata de una relación de persona a persona

El desarrollo y la maduración de la sexualidad parten de un mero impulso sexual que no conoce ni la meta ni el objeto (para conservar los términos introducidos por Freud). Posteriormente se forma el instinto sexual en el sentido estricto.

El instinto sexual ya tiene una meta: la relación sexual; pero todavía le falta y carece de un objeto al que tender, en el sentido de un auténtico compañero sobre el cual esté concentrado. Esta dirección y ordenación a una persona determinada, a la persona amada, caracteriza la tercera fase del desarrollo y maduración sexual, la tendencia sexual. De aquí se sigue que la capacidad de amar es condición y presupuesto para la integración de la sexualidad. O, como suelo decir, que solamente el yo que tiende a un puede integrar el propio ello.

Hasta la persona de vivencias sencillas se le puede explicar con claridad que el humano, cuando ama verdaderamente busca siempre en el amor lo que en la persona espiritual de su compañero hay de único e irrepetible.

Imaginémonos que la persona de que se trata ama a un determinado ser y que lo pierde, porque muera o, porque sencillamente se aleje del sitio en que vive o se separe de ella para siempre o por un determinado tiempo; imaginémonos esto y que se le ofrece, por así decirlo, un “doble”, del ser amado, es decir, otra persona que se le parezca psicofísicamente, hasta el punto de confundirse con ella. Preguntemos si podría trasladar su amor a este otro ser, y nos contestará, podemos estar seguros, que: “jamás sería capaz de hacerlo”.

El acto espiritual en que captamos “intencionalmente” a otra persona espiritual se sobrevive en cierto modo a sí mismo: cuando su contenido tiene verdadera validez, la conserva de una vez para siempre.

El amor es algo más que un estado emotivo: un acto “intencional”, tiene la esencia de esta otra persona, “la esencia no depende de la “existencia” y se halla consiguientemente, por encima.

Así, y solamente así, puede comprenderse que el amor sea capaz de sobreponerse a la muerte del ser amado, de sobrevivir; solo así se comprende que el amor puede ser “más fuerte que la muerte”, es decir que la destrucción de la existencia física del ser amado.

No se crea que estas reflexiones obligadas a remontarse a pensamientos escolásticos o platónicos, se alejen demasiado de la manera lisa y llana de ver las cosas en realidad vívidas, cuya dignidad cognoscitiva no podemos desconocer. Para comprobarlo basta con que posemos la vista en el siguiente relato de una persona que estuvo recluida en un campo de concentración:

“Cuantos estábamos en el campo, tanto mis camaradas como yo, nos dábamos clara cuenta de que ninguna felicidad sobre la tierra podría compensar en el futuro todo lo sufrido por nosotros durante nuestra reclusión. Si hubiésemos levantado un balance de la dicha, solo habría arrojado este saldo favorable: estrellarnos contra las alambradas, es decir, quitarnos la vida. Los que no lo hacíamos, nos absteníamos de hacerlo llevados del profundo sentimiento de obligación. En cuanto a mí, me sentía obligado hacia mi madre a no arrebatarme la vida. Nos amábamos el uno al otro más que a nada en el mundo. Esto hacía que mi vida alcanzara, a pesar de todo, un sentido. Tenía, sin embargo, que contar diariamente y a todas horas con la posibilidad de morir. También mi muerte debía adquirir un sentido, lo mismo que a todos los sufrimientos que me esperaban antes de llegar a ella. Llevado de estas reflexiones seguí un pacto con el cielo: si lo que yo tuviese que sufrir hasta llegar la hora, también daría a mi madre, en la suya, una muerte dulce. Solo así, concebida como un sacrificio, me parecía soportable toda mi existencia atormentadora. Solo me sentía capaz de vivir mi vida, a condición de que esta tuviese algún sentido; pero tampoco quería padecer mis torturas y morir mi muerte, más que si mi muerte y mis sufrimientos tenían algún sentido. No sabía, sin embargo, si mi madre vivía aún o ya había muerto. Todo el tiempo estuvimos sin noticias el uno del otro. Me di cuenta de que el hecho de ignorar si mi madre vivía o no, no estorbaba en lo más mínimo a aquellas frecuentes pláticas que mantenía en espíritu con ella”.

Mientras que las gentes “superficiales” se detienen en la superficie de la persona sin preocuparse de penetrar en su fondo, para las gentes “profundas” la superficie no es más que la simple expresión del “fondo”. Y, en cuanto tal expresión, nada esencial ni decisivo, aunque siempre importante.

Así como para quien verdaderamente ama, el cuerpo del ser amado es la expresión de su persona espiritual, así también el acto sexual es, para el auténtico amor la expresión de una -intentio- espiritual.

Lo cierto es que el amor de pareja no es sino una de las tantas posibilidades que al ser humano se le ofrecen para dar un sentido a la vida, y no la más importante de ellas, ni mucho menos. Bien triste sería para nuestra existencia, y bien pobre habría que considerar la vida humana si todo su sentido dependiera de que llegáramos o no a ser “afortunados” en el amor. No, la vida es muy rica en oportunidades de valor.

También, quien no sea amado ni se sienta capaz de amar podrá dar a su vida un sentido extraordinariamente grande

Cabrá preguntarse únicamente si aquella incapacidad significa realmente un destino o deberá considerarse más bien como una incapacidad neurótica. En lo que se refiere a los valores vivenciales del amor vale –por analogía, la renuncia a la realización de valores creadores para abrazar los valores de actitud– aquello de que la renuncia no debe ser innecesaria ni prematura. En este terreno, fácilmente se cae en una resignación antes de tiempo.

Las personas tienden a olvidar cuán relativamente pequeña es la importancia de los atractivos externos y cómo lo que importa en la vida amorosa es, fundamentalmente, la personalidad.

La persona neurótica que no acierta a realizarse en una determinada especie de valores, sigue uno de dos caminos:

  1. O va a refugiarse a la sobreestimación de sí misma,
  2. O se consuela pensando que el campo de vida en que ha fracasado no tiene ningún valor.

Por cualquiera de estos caminos va mal, obra injustamente y se precipita a un infortunio innecesario. La tendencia neuróticamente compulsiva a la “dicha” en el amor conduce ya de suyo a la “desgracia”.

De la misma manera quien se encuentre fijada a la vida amorosa en un sentido negativo, retándole importancia, también se cerrará por sí misma el camino hacia la dicha en el amor.

En cambio, la actitud suelta, libre de resentimiento, “sintónica” de quien renuncia honradamente, pero no de un modo irrevocable, hace que brille más claro el valor de su personalidad y le brinda aquella última oportunidad dada a la persona que sabe atenerse a la vieja máxima de abstinendo obtinere, (obtener absteniéndose).

La acentuación de la apariencia externa lleva a exagerar, en general, la importancia de la “belleza” física en el campo de lo erótico. A la par con ello, se rebaja en cierta medida el valor de lo humano.

 

Psic. Mauricio Carvajal Guajardo

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